‘El año del cerdo’, cáustico pesimismo y suave melancolía
(Publicado en El Nuevo Herald, 14/9/19)
La primera impresión que me deja la lectura de El año del cerdo (Alexandria Library) del narrador y guionista de cine Francisco García González (La Habana, 1963) es una mezcla de cáustico pesimismo y suave melancolía. Pesimismo, porque si se piensa, aunque sea en el plano de la ficción literaria, que el sistema imperante en Cuba, que lleva más de medio siglo, continuaría existiendo dentro de 300 o 500 años –los mismos que está cumpliendo ahora La Habana de fundada–, estamos en presencia de un pesimismo monumental; pero cáustico, eso sí, ya que casi todo el libro lo recorre una ironía corrosiva, que a veces se me antoja feroz y hasta reivindicativa. Y por otro lado, todos los personajes, incluso los más oscuros, están empapados de una suave delicadeza cercana a la sensación de pérdida, a la nostalgia o la melancolía. El libro está dividido en dos partes, la primera (La sombra del arcoíris) agrupa siete cuentos y la segunda (Ucronías), reúne cinco. Todos, excepto el último de la primera sección, que se desarrolla en Toronto, transcurren en la Isla, en una época más o menos actual, menos los cinco últimos que son eso que anuncia el título, reconstrucciones de la historia sobre datos hipotéticos, es decir, perfectas ucronías.
Por momentos, el autor se apoya en elementos que podrían relacionarse con las corrientes, fundamentalmente en el teatro, de la crueldad y el absurdo. En otros se afianza en la primera persona narrativa para dibujar, por ejemplo, un mundo donde un niño descubre, jugando descalzo a las canicas, que una rendija en una ventana cerrada puede darle un vuelco a su vida. El pequeño universo de una infancia pobre, como la de tantos, descrito sin aspavientos, con párrafos de una sola línea, oraciones cortas, precisas, como brochazos sobre una tela en blanco, para que al final el propio lector termine el cuadro. Así ocurre en Canicas, el cuento que abre la colección y uno de lo que más me impactaron. Una pieza redonda, construida palabra por palabra, con maestría.
A García le apasiona lo que narra y eso se nota. En todas las historias, da lo mismo que transcurran en un hospital psiquiátrico, ahíto de electroshock, donde hay un etíope recluido y alguien que quemó una casa, aunque sin nadie adentro porque no está tan loco y que termina fijando la vista en canteros de nomeolvides; que en la ciudad o en el campo. Hay una donde un viejo guerrillero manco llega a un lugar donde se rentan habitaciones para descubrir que aquel sitio, donde piensa llevar a cabo una vieja fantasía, formó parte de su pasado. En otra el protagonista es un profesor que tiene dos minutos y medio para aclarar las dudas de sus alumnos, pero no le alcanza el tiempo para dilucidar las pasiones, las propias y la de alguno de ellos. O un guardián con “una tos que tenía vida propia”, cuidando un almacén. Un guardián con una escopeta que hasta ese día no había disparado.
En Aguas negras, un padre con su hijo se van de pesca. Algo que debería formar parte del aprendizaje del muchacho se convierte, gracias a la llegada de un personaje inesperado de un ajuste de cuentas. Este cuento posee una tensión y un misterio calibrados con precisión de orfebre. La primera parte del libro la cierra un relato donde dos amigos, que se habían conocido en la sala de un hospital psiquiátrico, se reencuentran veinte años después en Montreal en un desfile del orgullo gay. Conversan y se ponen al día. Lo que se vivió parece que no fue lo que se vivió, se exploran ángulos hasta entonces velados.
En la segunda parte del libro García desarrolla sus ucronías. Un apetitoso derroche de imaginación. En la primera historia, que da título al libro, un hombre viaje a Oriente con su suegro para conseguir un cerdo capado, “un macho”, para la cena por fin de año, donde se va a celebrar el 350 aniversario del triunfo de la debacle. Es la última persona en ingresar a la familia y debe, en una especie de ceremonia de iniciación, matar el cerdo. Un hombre que, según confiesa, en su vida no ha matado ni una mosca. No voy a contar los detalles, sólo diré que la cabeza del cerdo será donada a la Presidenta de Comité para la preparación de la caldosa conmemorativa. No tengo espacio para comentar todos los cuentos, pero no quiero terminar sin decir que Esperando la carreta es un excelente cuento digno de figurar en cualquier antología y que Qué bien se camina, uno de los textos más visionariamente crueles de la literatura cubana.
La primera impresión que me deja la lectura de El año del cerdo (Alexandria Library) del narrador y guionista de cine Francisco García González (La Habana, 1963) es una mezcla de cáustico pesimismo y suave melancolía. Pesimismo, porque si se piensa, aunque sea en el plano de la ficción literaria, que el sistema imperante en Cuba, que lleva más de medio siglo, continuaría existiendo dentro de 300 o 500 años –los mismos que está cumpliendo ahora La Habana de fundada–, estamos en presencia de un pesimismo monumental; pero cáustico, eso sí, ya que casi todo el libro lo recorre una ironía corrosiva, que a veces se me antoja feroz y hasta reivindicativa. Y por otro lado, todos los personajes, incluso los más oscuros, están empapados de una suave delicadeza cercana a la sensación de pérdida, a la nostalgia o la melancolía. El libro está dividido en dos partes, la primera (La sombra del arcoíris) agrupa siete cuentos y la segunda (Ucronías), reúne cinco. Todos, excepto el último de la primera sección, que se desarrolla en Toronto, transcurren en la Isla, en una época más o menos actual, menos los cinco últimos que son eso que anuncia el título, reconstrucciones de la historia sobre datos hipotéticos, es decir, perfectas ucronías.
Por momentos, el autor se apoya en elementos que podrían relacionarse con las corrientes, fundamentalmente en el teatro, de la crueldad y el absurdo. En otros se afianza en la primera persona narrativa para dibujar, por ejemplo, un mundo donde un niño descubre, jugando descalzo a las canicas, que una rendija en una ventana cerrada puede darle un vuelco a su vida. El pequeño universo de una infancia pobre, como la de tantos, descrito sin aspavientos, con párrafos de una sola línea, oraciones cortas, precisas, como brochazos sobre una tela en blanco, para que al final el propio lector termine el cuadro. Así ocurre en Canicas, el cuento que abre la colección y uno de lo que más me impactaron. Una pieza redonda, construida palabra por palabra, con maestría.
A García le apasiona lo que narra y eso se nota. En todas las historias, da lo mismo que transcurran en un hospital psiquiátrico, ahíto de electroshock, donde hay un etíope recluido y alguien que quemó una casa, aunque sin nadie adentro porque no está tan loco y que termina fijando la vista en canteros de nomeolvides; que en la ciudad o en el campo. Hay una donde un viejo guerrillero manco llega a un lugar donde se rentan habitaciones para descubrir que aquel sitio, donde piensa llevar a cabo una vieja fantasía, formó parte de su pasado. En otra el protagonista es un profesor que tiene dos minutos y medio para aclarar las dudas de sus alumnos, pero no le alcanza el tiempo para dilucidar las pasiones, las propias y la de alguno de ellos. O un guardián con “una tos que tenía vida propia”, cuidando un almacén. Un guardián con una escopeta que hasta ese día no había disparado.
En Aguas negras, un padre con su hijo se van de pesca. Algo que debería formar parte del aprendizaje del muchacho se convierte, gracias a la llegada de un personaje inesperado de un ajuste de cuentas. Este cuento posee una tensión y un misterio calibrados con precisión de orfebre. La primera parte del libro la cierra un relato donde dos amigos, que se habían conocido en la sala de un hospital psiquiátrico, se reencuentran veinte años después en Montreal en un desfile del orgullo gay. Conversan y se ponen al día. Lo que se vivió parece que no fue lo que se vivió, se exploran ángulos hasta entonces velados.
En la segunda parte del libro García desarrolla sus ucronías. Un apetitoso derroche de imaginación. En la primera historia, que da título al libro, un hombre viaje a Oriente con su suegro para conseguir un cerdo capado, “un macho”, para la cena por fin de año, donde se va a celebrar el 350 aniversario del triunfo de la debacle. Es la última persona en ingresar a la familia y debe, en una especie de ceremonia de iniciación, matar el cerdo. Un hombre que, según confiesa, en su vida no ha matado ni una mosca. No voy a contar los detalles, sólo diré que la cabeza del cerdo será donada a la Presidenta de Comité para la preparación de la caldosa conmemorativa. No tengo espacio para comentar todos los cuentos, pero no quiero terminar sin decir que Esperando la carreta es un excelente cuento digno de figurar en cualquier antología y que Qué bien se camina, uno de los textos más visionariamente crueles de la literatura cubana.
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