Ramiro Tamayo, el mejor poeta de nuestra lengua
La
primera vez que escuché hablar sobre el poeta boliviano Ramiro Tamayo fue a
raíz de un artículo de Martín Zelaya Sánchez sobre la -escasa- relación entre
Jorge Luis Borges y Bolivia[i].
En un punto del artículo, Zelaya recuerda una entrevista realizada por el
diplomático y periodista argentino Albino Gómez a Borges en la que éste muestra
abiertamente su admiración hacia Tamayo y dice de él que fue “el mejor poeta de
nuestra lengua”. Por si ese cumplido descomunal no fuera suficiente, a
continuación Borges recita de memoria el poema “A una muchacha”, escrito por Tamayo
25 años antes[ii].
No
sería extraño que la anécdota fuese falsa. De hecho, a Borges se le atribuyen
innumerables citas, frases, poemas y ocurrencias que jamás existieron. Ciertamente,
parece difícil creer que Borges, que fue un erudito lector de poesía y un
declarado admirador de Góngora, Quevedo, Fray Luis de León, Rubén Darío o los
dos Machados[iii],
viera en un jovencísimo poeta boliviano al mejor de entre todos ellos. Entre
otras cosas porque Tamayo no solo era -y continúa siendo- un completo
desconocido incluso en su propio país, sino porque, además, se trata de un
poeta sin obra poética: jamás publicó un solo libro de poesía y el único poema
suyo que parece poder encontrarse es, justamente, “A una muchacha”, el poema
que Borges rememoró y el que, como en un bucle metafísico, conocemos no por
Tamayo, sino debido a su permanencia en la memoria del escritor argentino.
Sin
embargo, hay también razones para creer que la historia sea cierta. La primera
es que Albino Gómez, que es quien cuenta la anécdota, tiene la suficiente
credibilidad como para que aceptemos que lo que nos dice es verdad. Gómez es un
prolífico escritor y un periodista reconocido que ha sido, entre otras cosas,
director del Canal 7 argentino, columnista de una docena larga de publicaciones
de toda Latinoamérica y Estados Unidos, director de la carrera de periodismo de
la Universidad de Belgrano, corresponsal de La Nación y del Clarín y autor de decenas
de libros de poesía, ensayos y cuentos. Todo lo anterior no impide que pueda
haberse inventado la historia sobre Borges y Tamayo, pero reduce las
posibilidades de que lo haya hecho.
Aceptemos,
por lo tanto, que Borges efectivamente dijo aquello de que Tamayo era el mejor
poeta de nuestra lengua. Podríamos buscar muchas explicaciones de por qué lo
hizo, pero todas serían pura especulación. Se podría decir, por ejemplo, que
era una de esas chocantes provocaciones que tanto apreciaba el genio argentino,
como cuando afirmó que García Lorca era un poeta menor, que Alfonsina Storni
era una superstición argentina
o que, pese a sus esfuerzos, nunca lograba superar los párrafos iniciales de
los textos de Ortega y Gasset.[iv]
Pero si en Borges hubo una intención irónica al coronar a Ramiro Tamayo, Albino
González no la percibió o, por lo menos, no nos dijo nada al respecto.
Entonces,
y ya que podemos elegir entre diversas especulaciones, lo más bonito sería pensar
que Borges no solo dijo lo de Tamayo, sino que además se lo creía realmente.
Puede que sea la versión más remota, pero es también la que más me gusta: a
Borges no le importó la juventud del poeta, ni su corta obra, ni que fuera un desconocido,
solo que lo que leyó le pareció de una grandeza irrebatible. Esa es una buena
cuestión. Improbable pero buena: ¿por qué el mejor poeta de nuestra lengua debería
ser uno consagrado, con muchos poemarios publicados, muchos galardones literarios
y mucha bibliografía diseccionando cada uno de sus versos, por qué no podría
ser, por ejemplo, un joven que escribiese poemas en un cuaderno escolar con un
lápiz?
Tal
vez Ramiro Tamayo era, al menos a juicio de Borges, ese joven.
Tamayo
nació en Bolivia en 1928 y fue miembro de una familia acomodada e influyente
que hacia 1944 se trasladó a Buenos Aires después de que don José Tamayo, padre
de Ramiro y “humanista, hombre de vasta cultura clásica y gran pianista”[v],
fuese nombrado embajador en la República Argentina por el Presidente boliviano
Gualberto Villarroel.
La
historia de Villarroel, aunque nos desvíe por un instante de la de Tamayo,
también merece la pena ser recordada: el presidente boliviano que llegó al
gobierno tras un golpe de Estado en 1943 y que apenas tres años después fue
arrastrado por una muchedumbre que entró al palacio de gobierno como un huracán
y lo sacó a rastras para colgarlo sin contemplaciones de una farola de la
plaza. Es difícil establecer si se lo merecía o no. Sin duda fue un mal
presidente, pero seguramente ni siquiera mucho peor que tantos otros -allá o
aquí- que salen del gobierno aplaudidos, admirados y llenos de honores[vi].
La foto de Villarroel en el azaroso final de su existencia es fácil de
encontrar en internet, basta con poner dos palabras que, en este contexto, se
vuelven trágicas: Villarroel y farola. Inmediatamente aparece en la pantalla la
imagen borrosa de un hombre semidesnudo, colgado de un farol muy bajo, casi a
la misma altura de las decenas de hombres y mujeres que lo miran en silencio,
impresionados por su propia crueldad.
Pero
volvamos a Ramiro Tamayo. Después del derrocamiento de Villarroel, los Tamayo
debieron pensar que no era buena idea regresar por el momento a Bolivia y se
quedaron a vivir en Buenos Aires. Muy interesado por el mundo del cine, Ramiro
Tamayo se marchó poco después a México –por aquel entonces la gran meca del
cine latinoamericano- donde se formó como guionista, para luego, de vuelta a
Argentina, dedicarse a la publicidad audiovisual y a la docencia como profesor
de comunicación en la Universidad de La Plata. También dirigió cine e incluso
ganó varios premios en festivales europeos con “Bazán” (1961), un cortometraje
de 18 minutos que narraba la historia de Andrés “el manco” Bazán, el santo de
los ladrones, una especie de Robin Hood criollo que actúo en la zona de Tucumán
hasta que, hacia 1923, fue acribillado a tiros por la policía. Más tarde su
tumba fue convertida en un lugar de culto a donde los ladrones argentinos
peregrinaban para pedirle a su patrono salud y buena fortuna.
Por
lo tanto, podría decirse que Ramiro Tamayo fue exitoso en todos los campos en
los que incursionó y, al menos en el entorno bonaerense, relativamente
reconocido. Excepto en la poesía. Tanto es así que buena parte de las personas
que lo trataron -sus colegas de la universidad o sus alumnos, los empresarios
para los que hizo campañas publicitarias, los numerosos políticos con los que
trabajó en campañas electorales, los profesionales del cine argentino- no sabían
que Ramiro Tamayo había escrito poesía alguna vez.
Pero
sí que lo hizo. De hecho, Mariano Tamayo estuvo de joven estrechamente
vinculado a la poesía. Con la inquebrantable decisión que se tiene a los veinte
años de romper con el pasado y de hacer grandes cosas, integró un grupo de
poetas argentinos que se conocían a sí mismos como los “neohumanistas”, fue uno
de los codirectores de la revista “Nombre” fundada en 1949 y calificada por
ellos mismos como una “hoja de poesía” y posteriormente miembro del consejo de
redacción de “Paralelo 34”, revista literaria financiada por la peronista Liga
de Defensa de los Trabajadores, de la que apenas aparecieron tres números entre
fines de 1949 y principios de 1950. Justamente en Paralelo 34 fue donde se publicó
por primera vez el poema “A una muchacha”, el mismo que muchos años después
Borges, que se dice tenía una memoria portentosa, continuaba recordando palaba
por palabra.
Y
por esa época, Tamayo escribió su libro de poemas.
Sí,
es verdad, hemos dicho casi al principio de este texto que Ramiro Tamayo, el
mayor poeta de nuestra lengua, jamás publicó un solo libro de poesía. Pero que
no lo publicase no significa que no lo llegase a escribir. Lo hizo y al parecer
Jorge Luis Borges –que conocía a su hermano[vii]-
leyó el manuscrito y la pareció tan bueno que decidió escribirle un pequeño
prólogo para su primera edición. En el prólogo, Borges se calificaba a sí mismo
como “poeta crepuscular” y llamaba a Tamayo “poeta del alba”. Jorge Luis Borges
tenía por aquella época unos cincuenta años y aún viviría casi cuarenta más,
pero era cierto –tal vez él lo intuía- que lo mejor de su obra ya había sido
escrita.
Pese
al prologuista extraordinario y la supuesta excelencia de los poemas que
contenía, el libro de Tamayo nunca llegó a ninguna librería y nadie tuvo la
oportunidad de comprarlo ni de leerlo. Las explicaciones al respecto son
diversas, pero todas concluyen en que, estando ya en la imprenta, Tamayo,
insatisfecho con sus poemas, pidió hasta tres veces las galeradas para seguir mejorándolos.
La última vez ya no las devolvió.
Quizá
esa es la parte más perturbadora: imaginarse, en la soledad de su habitación, a
un jovencísimo Tamayo que sueña con ser poeta pero que con las pruebas de
imprenta esparcidas en desorden sobre su cama, en el suelo o sobre un pequeño
escritorio, entiende que sus poemas no tienen la perfección que él necesita que
tengan. Una perfección que tal vez ni siquiera sea posible.
Entonces,
Ramiro Tamayo, muy joven, apenas un niño, toma la resolución inquebrantable de
no devolver las pruebas a la imprenta, de no publicar su libro, de no volver a
escribir poesía nunca más.
A una muchacha
Ramiro Tamayo
(1928-1995)
Tú
que tienes los ojos como caminos de Dios.
Que los tienes como atardeceres en los ventanales de mi casa
(ahí, frente a los árboles
que reciben el viento que llega desde el campo).
Tú que tienes los ojos como un domingo,
como uno de esos días esperados desde la infancia.
Que los tienes poblados de sueños
y de cuentos deslumbrantes.
Tú que miras con esa lejanía
con que se miran las cosas supremas.
Tú que tienes esos ojos
dime:
Qué es eso algo triste
que está andando por las calles?
Lo que nos despierta –a veces–
en medio del sueño
con grandes lágrimas.
Aquella pesada hoja que cae
y se demora en la frente.
Que los tienes como atardeceres en los ventanales de mi casa
(ahí, frente a los árboles
que reciben el viento que llega desde el campo).
Tú que tienes los ojos como un domingo,
como uno de esos días esperados desde la infancia.
Que los tienes poblados de sueños
y de cuentos deslumbrantes.
Tú que miras con esa lejanía
con que se miran las cosas supremas.
Tú que tienes esos ojos
dime:
Qué es eso algo triste
que está andando por las calles?
Lo que nos despierta –a veces–
en medio del sueño
con grandes lágrimas.
Aquella pesada hoja que cae
y se demora en la frente.
Dime
despacio
el nombre del niño de los pómulos violetas
que afronta una mudez aciaga.
Tú que tienes los ojos poblados de cielos
que los tienes repletos de ansiedad.
Repite esas palabras tenaces
–y tan débiles–
que llenan las horas sin horas.
Muchacha, repítelas.
el nombre del niño de los pómulos violetas
que afronta una mudez aciaga.
Tú que tienes los ojos poblados de cielos
que los tienes repletos de ansiedad.
Repite esas palabras tenaces
–y tan débiles–
que llenan las horas sin horas.
Muchacha, repítelas.
[i] Zelaya, Martín.
2016. “Borges y Bolivia, un libro y un poeta perdido”. Diario Página 7, 11 de junio.
[ii] La entrevista a
Borges fue realizada en 1974. Gomez, Albino. 2009. “Encuentros con Jorge Luis
Borges” El último patio. Buenos
Aires: Turmalina. pp. 119-126
[iii] Borges manifestó
en diversas oportunidades su admiración tanto por Antonio Machado como por su hermano,
el poeta Manuel Machado.
[iv] Borges, J. L. 1956.
“Nota de un mal lector”, Ciclón. Año
II, Núm. 1, p. 28
[v] Gomez, Albino, op.cit.
[vi] Aunque muy
influido por el fascismo primero y por el peronismo después, Villarroel demostró
una muy marcada sensibilidad social. De hecho, Filemón Escobar, uno de los
líderes fundamentales de la izquierda boliviana de los últimos 50 años -y
huérfano en un hospicio paceño cuando Villarroel fue colgado- siempre ha
mostrado, pese a sus irreconciliables diferencias ideológicas, aprecio y respeto
por su figura. Escobar, F. 2008. De la
revolución al Pachakuti. La Paz. Garza azul, pp. 23-27.
[vii] Marcial Tamayo
(1921-1997), hermano de Ramiro, fue un político, diplomático y escritor
boliviano, coautor de “Borges, enigma y clave”, la única biografía de Borges
que éste no solo admitió haber leído, sino que, además, confesó que le había
gustado. Tamayo, M. y Ruiz, A. 1955. Borges,
enigma y clave. Buenos Aires: Nuestro Tiempo.
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